Pamela Bernabé, economista de Macroconsult
Tras la quiebra de Silicon Valley en Estados Unidos se renovaron los temores de que se origine una nueva crisis financiera a nivel internacional, incluso como la de 2008. Ante ello inversionistas reaccionaron desfavorablemente y la incertidumbre resonó afectando otros mercados, sobre todo al europeo, convirtiendo cualquier señal de debilidad de las instituciones bancarias en razón suficiente para que el mercado castigue a los activos del banco en cuestión.
Credit Suisse ya lo experimentó y termino siendo adquirido por UBS, tras el colapso del precio de sus acciones, y recientemente Deutsche Bank también enfrenta una ola de incertidumbre al haber visto caer el precio de sus acciones hasta en 12% en una jornada tras anunciar una operación de amortización de su deuda. Asimismo, el banco estadounidense First Republic aún sufre la presión de los mercados con sus acciones en mínimo histórico, donde algunos ya lo condenan como la próxima quiebra en ese país. Y si bien las autoridades han reaccionado apresuradamente para evitar un contagio más grande, las pérdidas generadas son considerables, siendo los accionistas y bonistas parte de los grandes perdedores de estos eventos.
Una estimación reciente[1], tomando en cuenta la variación de la capitalización bursátil de bancos en Estados Unidos, Canadá y Europa, argumenta que las perdidas desde el 10 de marzo (colapso de Silicon Valley) hasta la fecha ascienden a más de US$ 220 mil millones, donde US$ 144 mil millones corresponderían a las perdidas de los 50 bancos más grandes de Estados Unidos y Canadá y US$ 70 mil millones corresponderían a bancos europeos. No obstante, son los bancos con una capitalización más pequeña los más vulnerables ante eventuales corridas bancarias agresivas.
Esta serie de eventos que se desencadenaron en cuestión de días ha llevado a analistas del sector a cuestionar si el hito que inició todo (la quiebra de Silicon Valley) fue previsible y pudo haberse evitado.
Así, algunos lo atribuyen a las fallas de supervisión, argumentando que estas fueron evidentes, dado que Silicon Valley estaba demasiado expuesto al aumento de las tasas de interés y a la desvalorización de sus inversiones en bonos, y que por lo tanto este era un riesgo de mercado previsible. A esto le suman el proceso de “desregulación”, que desde 2019, permitió que bancos estadounidenses con menos de US$ 700 mil millones de activos quedaran liberados de someter sus carteras de bonos a pruebas de estrés, dando carta libre a que bancos regionales como Silicon Valley asumieran mayores riesgos.
Por otro lado, otros[2] le atribuyen una mayor ponderación al mal diseño de política monetaria que el Sistema de la Reserva Federal (Fed) implementó en los últimos tres años y a los errores de discurso de las autoridades, centrando su argumento en que: (i) la misma política monetaria del Fed generó incentivos para que bancos como Silicon Valley incorporara activos que por lo general son de “bajo riesgo” (bonos del tesoro y valores respaldados por hipotecas), teniendo en cuenta que en ese entonces el mismo Fed compraba miles de millones de estos activos cada mes; (ii) el repunte crecimiento del banco a base de depósitos de empresas vinculadas al sector tecnológico no se habría dado sin una política monetaria tan laxa durante 2020; (iii) la narrativa errónea de inflación transitoria, tasas bajas y flexibilización cuantitativa por más tiempo de lo que en realidad duró.
Así, la caída de Silicon Valley y su contagio a los mercados internacionales (incremento de la desconfianza en el sector bancario) serían el reflejo reciente más claro, más allá de la mala gestión interna del propio banco, de la acumulación de riesgos de un mal diseño de política y las fallas del sistema de regulación estadounidense.