El 27 de noviembre de 1820, desde un balcón en Huaura, el general San Martín declaró por primera vez la independencia del Perú, mientras proseguía con su campaña de persuasión para que la población se uniera a la Causa, a la vez que negociaba activamente con el virrey Pezuela, con el comisionado pacificador Manuel de Abreu, enviado por el Rey, y con los españoles residentes en Lima, el cese definitivo de la dominación española. Paralelamente el Libertador desarrollaba, con mayor o menor acierto, las estrategias militares complementarias que le permitían las pocas fuerzas con que contaba. Un mes después, el 29 de diciembre, José Bernardo de Tagle proclamó también la independencia de la entonces intendencia virreinal de Trujillo con lo que quedó liberado para siempre el norte del Perú. Estos acontecimientos dieron nacimiento, ya a finales de 1820, a lo que ahora es la patria peruana, que al poco tiempo se convertiría en República.
Son estos y muchos otros los bicentenarios sobre temas de la independencia que se recuerdan en estos meses y días, y no todos son recuerdos sobre hechos felices y buenos. En este artículo vamos a recordar uno muy importante, que ocurrió el 29 de enero de 1821: el golpe militar de Aznapuquio, que depuso al virrey Pezuela, que fue, tal vez, el hecho determinante para la frustración de los planes de San Martín. Estos planes eran nobles y bien intencionados pero un poco ingenuos, buscaban sumar voluntades para lograr una independencia consensuada y lo menos cruenta posible, que permitiera el nacimiento de la nueva Nación conservando lo bueno de la antigua sociedad pero en el marco de un país libre, donde no existieran ni dominantes y dominados, ni explotadores y explotados, y ni superiores e inferiores en razón de su cuna de su raza o religión. Lograr esto hubiera hecho más fácil empezar a construir un futuro próspero para el país que nacía tumultuosa y desordenadamente, desde la bahía de Paracas, el balcón de Huaura, y la plaza de armas de Trujillo.
Aznapuquio era en esa época una hacienda al norte de Lima (hasta el censo de 1940 figuraba como tal) ubicada entre el actual aeropuerto y el río Chillón, dónde el ejército realista había establecido su campamento militar. Curiosamente era una zona pantanosa e insalubre lo que estaba diezmando a la tropa y ocasionando deserciones masivas. Ahí se habían reunido a fines de 1820 los principales jefes del ejército del Rey, inclusive Jerónimo Valdés y José Canterac, llamados por Pezuela que ante el desembarco de San Martín en Paracas había formado una Junta de Guerra. También estaba en Lima el General La Serna en tránsito de regreso a Madrid pues había dejado la jefatura del Ejército del Alto Perú, aunque el virrey Pezuela había logrado convencerlo para que se quedara como general en Jefe del Ejército y lo había ascendido al rango de teniente general. Muchos de los jefes militares reunidos en Aznapuquio tenían formada una suerte de cofradía, pues los unía el que eran en su mayoría españoles, del ejército profesional, liberales constitucionalistas, y habían peleado en las guerras de la independencia española contra las tropas de Napoleón. Muchos de ellos habían venido a América casi “escapando” del restablecimiento del Antiguo Régimen (1814-1820), ocurrido cuando el Rey Fernando VII regresó a España, traicionó a los que lo habían apoyado y liberado, y derogó la constitución de Cádiz proscribiendo a todos los liberales.
Pezuela, por otro lado, tenía casi 15 años en Perú, vino de coronel traído por el virrey Abascal para reorganizar el arma de Artillería y él y su familia se habían afincado bien en estas tierras. Era adicto al Antiguo Régimen, como lo fueron Abascal y sus principales colaboradores, y como virrey en los últimos años venía perdiendo constantemente fuerzas y territorios por lo que era duramente criticado por los oficiales liberales llegados en años más recientes. Estos, si bien eran militarmente más preparados y tenían el objetivo claro de conservar la soberanía española en América, vinieron también con ínfulas de superioridad, pretensiones de conquistadores y con sed de gloria, ascensos y victorias, teniendo en su contra su falta de entendimiento y vínculos con el mundo criollo, su poco afecto por estas tierras y su desprecio por los soldados indígenas que conformaban la mayoría del ejército realista.
Lo cierto es que después de perder Chile, Quito, Guayaquil, Trujillo, casi toda su flota (incluida la fragata Esmeralda), y uno de los batallones del Numancia (que se pasó completo a los patriotas) y que el Cabildo de Lima presionara por celebrar un armisticio con San Martín, Pezuela y su grupo, también golpeados por el giro pro-liberal en España, estaban desanimados, habían tenido que volver a jurar la constitución de Cádiz el 15 de setiembre de 1820, y ya no creían que se podría conservar el Virreinato sin un importante apoyo militar y naval de la Península. Este apoyo a todas luces se había frustrado el primero de enero de 1820, con la rebelión de Riego en España que restableció la constitución de Cádiz y con ello la monarquía constitucional, dando inicio a lo que después se conocería como el trienio liberal ( 1820-1823 ). Este nuevo régimen, si bien no envió refuerzos militares a América, si envió comisionados de paz para restablecer el diálogo con los “rebeldes” americanos, dándose la paradoja que buscando hacer más libre y democrática a España, dio “fuerza moral” a la cofradía de militares liberales que actuaban en el Perú buscando mantener a los peruanos sin libertades y sometidos al régimen colonial.
La cofradía liberal era liderada por Jerónimo Valdés, que había venido con La Serna y era un personaje valiente, talentoso y de carácter fuerte, muy querido por sus tropas y por sus amigos pero también muy cuestionado y al que algunos historiadores del Siglo XIX (notablemente Mendiburu) señalan como el líder del golpe de Aznapuquio, y responsable principal de haber impuesto a La Serna como virrey, con lo que sostuvieron y prolongaron por casi cuatro años más la presencia española en el Peú. Esto fue a costa de lo que cada vez más se reconoce como una destructiva guerra civil, pues ambos ejércitos estaban compuestos predominantemente por oficiales criollos y tropas de peruanos y americanos. En las motivaciones del golpe militar de Aznapuquio hubo sin duda, en su aspecto más amplio, sentido del deber, pero también, en lo pequeño, mucha ambición personal, afán de gloria, búsqueda de ascensos, y seguramente de lucro en algunos casos. Al referirse a Valdés, Mendiburu en su Diccionario Histórico Biográfico dice: “Veamos ahora el influjo que ejerció Valdés en todos los sucesos del Peru, y como fue la causa principal de que este país no consiguiese su independencia el año de 1821, librándose de las infinitas desgracias que lo abrumaron, y cuyas consecuencias una en pos de la otra han sido en extremo dañosas a la República”
Una vez destituido Pezuela e impuesto La Serna por los 18 militares de la cofradía liberal, el nuevo virrey La Serna solo permanece seis meses en Lima para finalmente establecer la sede de su gobierno en el Cuzco que sería por tres años la capital de una suerte de nuevo virreinato que podríamos llamar Sur-Andino, compuesto principalmente por los territorios andinos del Sur del Peru y los del Alto Perú (que desde las reformas borbónicas pertenecía al virreinato de Río de la Plata) conservando como puertos no exclusivos (ya había cierta apertura comercial) la caleta de Quilca en Arequipa y Arica.
Este artículo plantea la hipótesis de que si el golpe de Aznapuquio no se hubiera producido, San Martín y Pezuela hubieran llegado a algún entendimiento con Abreu, el comisionado regio para las tratativas de paz, y el Peru probablemente se hubiera ahorrado casi cuatro desgastantes años de guerra interna. En este escenario, el país hubiera podido organizarse sobre bases más sólidas, sin que hubiese sido necesaria la venida de Bolivar, Sucre y las tropas colombianas; sin que la caja fiscal concentrada en gastos de guerra y sin casi ingresos regulares, hubiera colapsado; sin que se hubiera contratado una enorme deuda interna y dos onerosos empréstitos en Londres; sin haber perdido prácticamente toda su marina mercante de cabotaje; sin que sus haciendas, sus minas y sus obrajes fueran saqueados una y otra vez y muchos abandonados; sin que miles de peruanos de todas las condiciones (en su mayoría jóvenes) hubieran muerto; sin que se hubiera erosionado por emigración y muerte a su clase dirigente, lo que le trajo largas décadas de caudillos militares que se alternaron el poder; y sin muchos otros males más, que no es necesario seguir enumerando.
Mirando el golpe de Aznapuquio desde el lado realista, los casi cuatro años adicionales de esta guerra tampoco beneficiaron a España y más bien hicieron más difícil para los dos países iniciar relaciones bilaterales mutuamente beneficiosas. Lo cierto, sin embargo, es que las fuerzas comandadas hábilmente por los oficiales del Rey sí tuvieron importantes victorias militares (inclusive retomaron Lima en dos oportunidades) y mantuvieron a raya a las patriotas que no pudieron acceder a los territorios controlados por La Serna, quien estaba siempre a la espera de refuerzos, que solo llegaron en escala muy insuficiente. A título personal, en cambio, los integrantes de la cofradía liberal, autores de Aznapuquio, sí vieron, muchos de ellos, satisfechas sus ansias de gloria, victorias y ascensos importantes, así, Canterac y Valdés se fueron del Perú como teniente general el primero y mariscal de campo el segundo, Ferraz, Garcia Camba, Bedoya, Espartero y varios otros como brigadieres y, a pesar de que sus enemigos políticos los llamaron despectivamente “los Ayacuchos”, siguieron sus carreras militares en España a partir de esos grados, apoyándose entre ellos frecuentemente, y llegando en muchos casos a ser capitanes generales, ministros de la guerra, presidentes del consejo de ministros y hasta regente del reino, en el caso de Baldomero Espartero, que fue el encumbrado vencedor de las guerras carlistas y hasta se le ofreció la corona de España, que él declinó.
Si la hipótesis planteada fuese cierta (lo que nunca sabremos) y la historia hubiera tomado ese otro rumbo del entendimiento entre San Martín y Pezuela o de una derrota temprana de este último, entonces el golpe de Aznapuquio, al impedirlo, fue un hecho nefasto para el Peú. Por ello, el subtítulo de este breve recuento lo señala, tomando prestada una variante de la frase de Zavalita, (alter ego de Mario Vargas Llosa, en su novela Conversación en la Catedral), como la causa de “La primera vez que se jodío el Peru”, casi acabado de nacer.
Por otro lado, el recuerdo y el análisis de los episodios más dramáticos de nuestra historia nacional siempre deberían servirnos de enseñanza para no volver a tropezar con la misma piedra. En este sentido, creo que la gran moraleja que resulta del golpe de Aznapuquio es que las decisiones apuradas o “salvadoras” de unos pocos, que se toman cuando las instituciones están débiles, no hay partidos políticos sólidos, en medio de graves crísis y rompiendo el marco de la legalidad establecida, al final no producen buenos resultados para el bienestar y la estabilidad de los pueblos y por el contrario suelen ser muy destructivas. Guardando las distancias y distinguiendo las circunstancias de guerra e insurgencia que se vivían en ese entonces, si podemos encontrar algún parecido entre lo ocurrido entonces y los tiempos actuales donde un Congreso débil e impopular daña demagógicamente y en busca de beneficiar su imagen, el modelo de economía social de mercado que ha sido exitoso y positivo para la población, mientras que desatiende otros problemas reales que si requieren su atención como la reforma del sistema político-electoral y la administración de justicia, entre otros.
La reflexión literal de Zavalita fue “en que momento se había jodido el Peru”, que es una frase lapidaria, terminal y sin revancha, que señala un infierno del que no se puede regresar, que fue mediatizada posteriormente por el propio Vargas Llosa. Lo cierto es que el Perú si se ha jodido y se seguirá jodiendo muchas veces, pero también se ha recuperado y se seguirá recuperando otras muchas veces, porque si bien es un país complejo y difícil, de muchas sangres y conflictos, también es fuerte, hermoso y milenario, y tiene la voluntad y la sabiduría ancestral para procesar sus escombros con vigor y esperanza, y seguir adelante.
Yo solo añado que la primera de las veces que se jodío fue por el nefasto golpe militar de Aznapuquio, ocurrido un día como hoy 29 de enero, hace 200 años, no sigamos propiciando que se joda otras veces más.